La maternidad se debe concebir sintiendo y viviendo los opuestos que ella despierta en todos los seres, para poder discernirla de una manera equilibrada en nosotras; para poder reconocer a la madre divina en todas sus manifestaciones. Así con el tiempo y la experiencia lograr aceptar y agradecer el sacrificio que esto requiere, logrando llegar al punto de vivir en nuestro interior el sacrificio como parte del amor divino y no como una condena, porque Dios mismo en su aspecto femenino nos parió y a pesar de lo terrible que es concebir esto, nos permite vivir su obra en nuestro cuerpo, en nuestro ser, en nuestro sentir, en absolutamente todo lo que somos, como una parte micro cósmica de sí mismo; por esta razón en mi sentir puedo entender que la maternidad nos permite conectarnos con Dios de una manera sublime y hermosa; la profundidad y el sentido de las cosas las damos nosotras mismas frente a nuestra manera de discernirlo, cada una en su sentir único y valioso, tanto las que no son madres aún como las que ya lo somos, porque también existe un aspecto del romanticismo que hace parte del amor y no solo de las ilusiones que sumergen a nuestro ser en la ignorancia y en la inconsciencia. Debemos replantearnos ese concepto dentro de nosotros mismos para evitar volvernos cuadriculados en nuestras interpretaciones. Si no existiera esa parte hermosa y romántica de la maternidad (que no solo se puede medir en que todo lo hago perfecto o bien) muchas veces no se podrían sobrellevar los procesos, (no solo de la maternidad, sino de nosotras mismas), las pequeñas victorias no se valorarían, el ver en un hijo un gesto de amor, una caricia, una palabra, todo eso que es tan sutil, pero que se convierte en un bálsamo cuando se vive el infierno.
La manifestación de la madre divina, en unos de sus aspectos hermosos es la misericordia o compasión y muchas veces cuando no lo hemos vivido sinceramente en nuestro interior, no podemos sentirlo por nosotras mismas, ni siquiera a través de la maternidad. Se puede llegar a vislumbrar lo que es, en uno de los tantos sentires que despierta un bebé.
Ser madre duele, sí; duele de todas las maneras y en todos los sentidos; lo anterior no quiere decir que no sea así, es una purga lenta pero eficaz, que obra en todas de acuerdo a nuestras deudas y merecimientos y que como lo es una toma de yagé, sólo lo sabemos quienes lo hemos vivido, llorado con lagrimas de sangre, sufrido, disfrutado; sabemos y reconocemos. Porque en la magia de la maternidad, una de las cosas que más quedan plasmadas en nuestro interior es la renuncia a nuestro egoísmo, dejar de pensar sólo en uno, en sus gustos, intereses, en mí y solo en mí; ahí se comienza a vivir una parte del altruismo que habita en nosotras. Porque el demonio y el infierno lo tenemos con o sin hijos, la falta de madurez, las vanidades, etc.; no es que la maternidad lo transforme a uno en eso, eso está y ha estado desde hace mucho tiempo y seguirá, así nuestros hijos mueran o nos olviden en vida. La maternidad sólo nos deja en evidencia nuestra capacidad o falta de capacidad para aceptar la voluntad de Dios, de adaptarnos a las circunstancias; es intenso, demasiado intenso, pero si no se reconoce esto primero no se puede reconocer a la madre enseñándonos a través de su rigor, pero también de su amor, porque el rigor sin el amor es completamente desequilibrado y condenatorio para uno mismo y después para los que nos rodean, por eso como dije al principio, es necesario vivir la maternidad teniendo presente y permitiéndose vivir a profundidad estos dos aspectos.
El estado virginal es un estado del ser; la evocación de la misma madre, porque es castrante para el espíritu que quien pare no vive o no pueda encarnar a la virgen que habita en el corazón como el Cristo; a pesar de la purga y el duro transitar por la maternidad, no se llegue, de acuerdo a nuestras capacidades, a transformar el calvario y el infierno en pureza. La virgen la conquista quien se purifica con la alquimia y se conecta en su ser con la conciencia, sea o no madre.
Escrito por Adriana Bautista.